El poder está en todas partes y en todas partes hemos de desplegar la firme voluntad de democratizarlo.
Más que un retrato de los personajes con los que se ha ido topando Pablo Iglesias, Enemigos Íntimos (Navona, 2025) es un libro sobre el poder. Si Elorduy contó la reacción derechista al ciclo político que inició el 15-M atendiendo a los fenómenos objetivos en el Estado feroz (Verso libros, 2024), Iglesias lo ha hecho dirigiendo su mirada a las personas que se desenvuelven en las estructuras del poder.
Los medios de comunicación de masas suelen explicar las cuestiones políticas con narrativas que priorizan los aspectos personales. Según esta ingenua manera de entender la arena política, dos líderes de un mismo partido se enfrentan porque no se soportan, las negociaciones entre dos partidos encallan por incompatibilidad de caracteres o una mayoría parlamentaria se alcanza por una buena predisposición al acuerdo. Para los guionistas de la información, los fenómenos políticos son ajenos a la existencia de clases sociales con intereses contrapuestos, a los actores que las representan o aspiran a representarlas, a los mecanismos de captura por el poder.
Otra forma de entender la realidad, menos difundida, pasa por aceptar que la política institucional tiene una autonomía muy limitada, que muchos de los representantes políticos no son más que títeres del verdadero poder —el poder económico y sus instrumentos mediáticos—, que los procesos políticos están enormemente condicionados por complejas estructuras de poder.
Pero incluso asumiendo los postulados más deterministas, conviene también ser conscientes de que la capacidad de agencia no se pierde del todo en el funcionamiento de las estructuras. Al fin y al cabo, los procesos políticos y los influjos del poder económico son el resultado de la acción de “personas cárnicas”, que diría Andreu Buenafuente. Y son esas personas cárnicas las que Iglesias analiza con una crudeza adictiva, espoleado por una brillante Zugasti.
En las páginas de Enemigos Íntimos salen a relucir las personas que ejercen el poder y las que sucumben, con mayor o menor conciencia, a ese vil ejercicio. Merece la pena adentrarse en la psique de los nombres, aunque solo sea para comprender mejor el funcionamiento de las estructuras de poder, para saber cómo domina la clase dominante.
Decía que la crudeza de Iglesias es adictiva porque la verdad sigue siendo el instrumento de comunicación política más eficaz. Desde que Lakoff nos puso a pensar en un elefante, y más aún desde que cierta dirigencia malinterpretara a Gramsci, Laclau o Mouffe, fuimos interiorizando una visión errónea de lo que significa enmarcar (framing).
Con estrategias aparentemente sofisticadas, el lenguaje político de demasiadas voces progresistas acabó por ser simultáneamente ininteligible, simplón y, lo que es peor, derrotista, servilmente adaptativo. Por eso hoy es más necesario que nunca una política comunicativa de la verdad. Llamar a las cosas por su nombre, con pedagogía, con la calma que otorga la sinceridad, es un acto de insumisión. Hemos perdido demasiado tiempo en buscar los marcos perfectos en lugar de disputar la fábrica de la comunicación.
Iglesias añade que fantasea con una Escuela de Estado. Lo suscribo plenamente. No solo hay que acumular poder mediático, sino que la viabilidad de una política de izquierda transformadora exige entender el Estado como un terreno de disputa. Siempre he echado en falta una mayor reflexión en la izquierda sobre la trascendencia del Estado aparato. Porque el alto funcionariado —y no solo el poder judicial— también constituye un poder que prefigura las políticas públicas, condiciona el proceso político y frena los avances democráticos. Porque solemos mitificar la ley mientras obviamos el reglamento. Porque la acción política, el arte de gobernar, se traduce en estructuras organizativas, procedimientos y decisiones administrativas que torpemente desatendemos. Porque predicamos el derecho a la vivienda, incluso el derecho a la ciudad, sin comparecer en la batalla urbanística. Porque el empresariado impone en su nicho una simplificación administrativa a la carta que nunca llega a los derechos de los de abajo. Porque el Gobierno puede dirigir la Administración, pero la Administración puede no querer ser dirigida. Porque siempre hay una Administración material que modula la Administración formal. El poder está en todas partes, y en todas partes hemos de desplegar la firme voluntad de democratizarlo.