La trama de corrupción que afecta al PSOE tiene un alcance estructural por varias razones. En primer lugar, porque afecta a los dos últimos secretarios de Organización del Partido Socialista, que es el cargo que vertebra su funcionamiento. En segundo término, porque los contratos públicos amañados dependen de niveles decisorios del Gobierno de España. Y, finalmente, porque el entramado de corrupción reproduce una lógica de funcionamiento del poder que han sostenido PSOE y PP, los dos grandes partidos en las últimas décadas.
Oligarquía y caciquismo (1901) fue el célebre título de un libro de Joaquín Costa en el que analizaba el sistema político de la Restauración borbónica a finales del siglo XIX. Hay sobrados motivos para concluir que la Restauración borbónica del 78 encarna una forma actualizada de ese desgobierno plutocrático. En el actual sistema constitucional, la Corona y los dos principales partidos se han visto envueltos, de forma recurrente, en escándalos de corrupción que revelan una evidente captura del poder público por el poder económico, especialmente por grandes empresas del sector de la construcción. Por eso los casos Ábalos y Santos Cerdán también son un ejemplo paradigmático de una corrupción sistémica que perpetúa los patrones de funcionamiento de la dictadura franquista.
La vivienda es un bien de mercado, decía Ábalos. Hay una relación directa, poco explorada, entre la defensa del lucro y la corrupción. Cuando una formación política que incluso se autoproclama progresista tiene problemas para garantizar los derechos de las mayorías sociales frente a los intereses del poder empresarial, es muy probable que ese partido esté inserto en un fenómeno de captura por el poder económico, ya sea mediante instrumentos como la financiación, el tratamiento mediático o las mordidas. Si en tu escala de valores antepones la acumulación de riqueza a su redistribución igualitaria, es más probable que te compren.
La irrupción de Podemos tras el 15-M expresó una voluntad de poder popular —no es casual la denominación de Podemos— políticamente articulada para poner fin a esa forma de gobierno sustentada en la corrupción, que se reveló más intolerable a la luz de la Gran Recesión. Los escándalos de corrupción no son más que la punta del iceberg de la preponderancia estructural del poder económico respecto de una impotente democracia.
La reacción oligárquica del Estado profundo fue atroz, como evidencia la acción concertada de los poderes judicial, policial y mediático o las sucesivas repeticiones electorales para bloquear la entrada de Podemos al Gobierno, hasta que finalmente fue expulsado. Con todo, Podemos ha sobrevivido y mucha gente comienza a pensar ahora que tenían razón en todo.
Será difícil que el Gobierno pueda retomar el vuelo en esta legislatura, si es que se ha elevado alguna vez. Hay una pregunta incómoda que muy poca gente se está haciendo: ¿por qué nombró Pedro Sánchez a Ábalos ministro de Fomento teniendo en cuenta que era secretario de Organización del PSOE y que no tenía ninguna experiencia previa en dicho sector? Ahora bien, la exigencia de responsabilidad política al presidente del Gobierno, que no ha salido directamente implicado en los audios, debe centrarse en el corto plazo en la petición de investigar y explicar absolutamente todo lo relacionado con los casos conocidos.
Tomarse en serio la responsabilidad política no pasa por poner el foco en la convocatoria electoral que quiere la derecha por meras razones estratégicas, sino en impugnar y revertir los mecanismos que hacen posible la corrupción estructural y sistémica del régimen del 78, tales como la financiación privada de los partidos o el rol de las grandes empresas corruptoras. En materia de contratación pública se necesitan combinar reformas de calado, como el endurecimiento de las prohibiciones de contratar, la limitación de la dependencia de las empresas privadas y el fortalecimiento de los controles administrativos, con medidas aparentemente técnicas, como la mejora en la configuración y naturaleza de los comités de expertos (expresamente mencionados por la UCO).
Es también el momento de hablar sin tapujos de la necesaria democratización de todas las estructuras estatales y de poner fin a esa concepción patrimonialista del poder que encarna el bipartidismo. Nadie expresó con mayor nitidez esa forma de apropiación del poder como Suárez-Quiñones, juez de profesión y actual consejero de Medio Ambiente, Vivienda y Ordenación del Territorio de la Junta Castilla y León, cuando fue cazado en una grabación de la trama Enredadera pronunciando las palabras “yo soy la Administración” mientras ofrecía una carretera al empresario José Luis Ulibarri. Corrupción sistémica. Corrupción estructural.
El Gobierno de Sánchez ya no puede pilotar esos cambios por falta de credibilidad y energía políticas, pero sí, al menos, enunciarlos y crear las condiciones para un debate abierto en un ejercicio de responsabilidad política. Si Sánchez opta por la parálisis, la convocatoria de elecciones estaría más que justificada.